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Me gusta la Fórmula 1. Siempre me ha fascinado ese equilibrio entre técnica y coraje, entre cálculo y riesgo. Por eso fui a ver F1, la película protagonizada por Brad Pitt, sin muchas expectativas filosóficas… pero con el corazón preparado para la velocidad.
Fui con mi sobrino, mi hijo y mi esposa. Ella no estaba muy convencida al principio, pero me atrevo a decir que la trama —esa pregunta de fondo sobre por qué hacemos lo que hacemos— terminó por atraparla.
Lo cierto es que también me sorprendió a mí. No por la acción o los autos, sino porque, sin darme cuenta, salí del cine pensando en Viktor Frankl y en Aristóteles.
La historia gira en torno a Sonny Hayes, el personaje principal, un piloto veterano que vuelve a competir tras años de retiro. Está lejos de su mejor momento. No desea fama, ni dinero, ni validación. Y sin embargo, vuelve.
A lo largo de la película, hay algo que se repite. No es un giro de guion, ni una maniobra en la pista, ni una curva cerrada. Es una pregunta. Siempre la misma, aunque dicha por distintos rostros, en momentos distintos, con matices distintos:
¿Por qué sigues corriendo?
Se la hacen periodistas, pilotos más jóvenes, viejos conocidos, incluso quienes lo acompañan fuera del circuito. Y no importa cuántas veces la oye, Sonny nunca ofrece una respuesta cerrada. A veces la esquiva. A veces calla. A veces sonríe con cierta ironía. Pero se nota que cada vez que la escucha, le toca una fibra.
Hasta que, en una escena clave, por fin responde:
“No corro por dinero. Corro por ese momento en que todo se vuelve silencio y nadie puede tocarme.”
La frase no explica. No justifica. Revela.
No es un argumento. Es una experiencia. Una forma de estar en el mundo que no busca validación, porque para él tiene pleno sentido.
Frankl: sentido, no recompensa
Viktor Frankl, neurólogo, psiquiatra y sobreviviente del Holocausto nazi, escribió que el impulso más profundo del ser humano no es el placer ni el poder, sino el sentido.
En su obra El hombre en busca de sentido, sostiene que las personas pueden soportar incluso las condiciones más extremas cuando logran darle un significado interior a lo que viven. No se trata de lo que ocurre afuera, sino de cómo lo comprendemos y lo integramos.
Frankl identificó tres caminos a través de los cuales construimos ese sentido:
A través del trabajo y la creación.
A través del amor y las experiencias profundas.
A través de la actitud que asumimos ante el sufrimiento inevitable.
En la pista, Sonny no corre para alcanzar una meta externa, sino para reencontrarse con ese instante de presencia total, donde cuerpo y alma se alinean. Es su forma de afirmarse ante la vida, de habitar un espacio donde todo tiene coherencia, incluso el riesgo.
Ese “silencio” del que habla es sentido encarnado en acción.
Flow: la conciencia en su máxima expresión
Ese instante también puede entenderse desde el concepto de flow, desarrollado por el psicólogo Mihály Csíkszentmihályi en su obra Flow: The Psychology of Optimal Experience (1990). El flow es un estado mental en el que la persona está tan inmersa en lo que hace que desaparecen el miedo, el tiempo y el ego. Solo queda la acción pura. La atención se vuelve plena. La tarea no es fácil, pero tampoco inalcanzable. Es exigente, pero profundamente satisfactoria.
Cuando Sonny habla del silencio, de que nadie puede tocarlo, está nombrando precisamente ese estado. En ese momento, no hay pasado ni futuro: solo la acción presente, ejecutada con todo el ser. Y eso no solo se vive en la pista; también puede experimentarse al escribir, al enseñar, al operar, al componer.
Es allí donde muchas veces se revela el sentido. Porque lo que hacemos no nos arrastra: nos habita.
Aristóteles: excelencia, no éxito
Para Aristóteles, todas nuestras acciones tienden hacia un fin. Ese fin es la eudaimonía, una palabra difícil de traducir, que no significa solo “felicidad”, sino plenitud, florecimiento, vida lograda.
No se alcanza con placeres momentáneos ni con el reconocimiento social, sino mediante la práctica de la virtud, a lo largo del tiempo.
La eudaimonía se alcanza cuando ejercemos nuestra actividad más propia con excelencia. Esa actividad que nos hace plenamente humanos, que convoca lo mejor de nosotros y nos vincula con lo esencial.
En el caso de Sonny, su función más propia es pilotar. No como entretenimiento ni como huida, sino como una forma de manifestar areté, la virtud griega que une destreza, coraje, ética y dominio.
Cuando corre, Sonny es. Está en el centro de sí mismo. Y eso —diría Aristóteles— es vivir bien.
El sentido está en la acción virtuosa
Frankl, Aristóteles y Csíkszentmihályi, aunque desde marcos distintos, coinciden en algo esencial:
el ser humano se realiza cuando está verdaderamente presente en lo que hace, cuando su acción no es una carga ni un medio, sino una forma de revelación.
F1 no es solo una historia sobre automovilismo. Es el retrato de un hombre que, tras pasar por derrotas, accidentes, vicios y el vértigo del fracaso, ha encontrado, un lugar donde ser plenamente él mismo.
Ver la película como amante de la Fórmula 1 fue un deleite estético. Pero también me dejó pensando.
Me recordó que el verdadero motor de nuestras acciones no está en la recompensa, sino en la capacidad de convertir lo que hacemos en una expresión viva de lo que somos.
Hacemos lo que hacemos —cuando es auténtico— porque ahí es donde habitamos el sentido, cultivamos la virtud y nos acercamos, aunque sea por un instante, a la plenitud.